Desde la ventana, lo observé en la penumbra de su estudio.

Sus manos, que antes creaban mundos de colores vibrantes, ahora vagaban ciegas sobre los lienzos.

Su desesperación traspasaba el cristal.

Cada pincelada errante era un golpe punzante en mi pecho.

Lo amaba tanto que ver cómo la oscuridad lo consumía, me destrozaba.

Las noches se hicieron largas, llenas de silencios pesados, rotos solo por el susurro de mi violín.

Él decía que mi música era la única luz que le quedaba, pero yo sabía que no era suficiente.

Su arte, la esencia misma de su ser, se desvanecía y, con él, también mi esperanza.

Una noche, decidida a hacer cualquier cosa por devolverle su brillo, abandoné mi violín y me adentré en el bosque. Los árboles se cerraban sobre mí como una tumba, pero no sentía miedo.

No podía.

No cuando lo que estaba en juego era su felicidad. Fue entonces cuando apareció la sombra, una presencia fría y silenciosa, sin rostro, con una voz que resonó en mi mente como un eco distante.

—¿Qué deseas? —preguntó, aunque creo que ya conocía mi respuesta.

—Devuélvele la vista —susurré, con lágrimas incontenidas, deslizándose por mi rostro—Devuélvele su talento, su vida… aunque me olvide para siempre.

La sombra asintió y, en ese instante, supe que mi destino estaba sellado.

Amanecía cuando regresé a casa, así que me precipité escaleras arriba para ver cómo se despertaba. Su grito de asombro al ver el mundo de nuevo me atravesó como un cuchillo. Los colores volvieron a inundar su estudio con una melodía inédita, y su sonrisa… hacía tanto que no veía esa sonrisa.

Lo observé una última vez, sabiendo que cada pincelada era un adiós que me enterraba en el olvido. Él había recuperado su luz, pero yo había perdido la mía.